Nosotros, la Hermandad nazarena del Miércoles Santo tenemos la querencia de considerar santo cada miércoles del año aunque sea con algo tan sencillo como rezar el rosario en pequeña comunidad de oración.
El miércoles pasado no había rezo del rosario porque la Hermandad tenía Cultos, en concreto el Besamanos a Nuestro Señor Jesucristo y posterior Traslado de la Sagrada Imagen hasta el altar desde el que presidiría el solemne Triduo y nuestra fiesta mayor de cada Domingo de Pasión. Pero además la Divida Providencia hizo que ese miércoles fuese un día especialmente santificado regalándonos un nuevo Papa.
Aquella tarde del miércoles 13 de marzo alguna eminencia eclesiástica revestido de solemnidad salió al balcón central de la plaza de San Pedro y proclamó (no lo dijo, lo proclamó), “Annuntio vobis gaudium magnum, habemus Papam: Eminentíssimun ac Reverendíssimum Dóminum, Dóminum Jorge Mario, Sanctae Romanae Ecclesiae Cardinalem Bergoglio qui sibi nomen imposuit FRANCISCO». Y sin percatarnos de ello, sin darnos cuenta, el Año de la Fe celebró una solemne Función Principal de Instituto renovando nuestra Fe mediante la proclamación de nuestro Credo; creíamos en él sin haberle visto.
La alegría de fumata blanca, del habemus Papam, del revoloteo de campanas en todo el orbe es superior a la alegría de saber quién es el elegido por un simple ejercicio de fe; es, será quien necesitamos. Y nos encontramos con alguien que sale al balcón a pecho descubierto, con su sotana blanca, sus gafas pionónicas (Pio Nono no usaba gafas, pero se que nos entendemos), cruz pectoral sencilla, su semblante de “¡han dicho que sea yo!, ¡qué le vamos hacer!”, con nombre compuesto de protagonista de novela sudamericana, apellido de europeo marchado a hacer las américas y adoptando llamarse, como si de un lema se tratara, FRANCISCO; el de Asís, el sencillo, el humilde, el servicial, el que llamó a sus seguidores frailes menores por mayores o grandes que fueran, el que mandó a los suyos custodiar Tierra Santa, el que ganó la batalla del corazón a belicosos musulmanes que querían para sí todos los caminos por donde había pasado Cristo. Es jesuita y me dice alguien que de eso sabe mucho que lo lleva en la cara, en su mirada ignaciana. Añado que parece franciscano, capaz de convertir en alegría compartida cualquier pánico que haya nacido en su alma.
Aparece el primer plano de su sonrisa, una mirada abierta, gafas un poco caídas… “esta cara me suena”; ¿de verlo en algún reportaje previo al Cónclave?, pero si no estaba en ninguna lista de papables… o será sencillamente que tiene esa capacidad de los elegidos que nos hace decir “éste es de los míos… o yo soy de los de él”. Así, a bote pronto, recuerda a aquel bonachón actor argentino, Pepe Soriano, interpretando el papel de Papa; pero no, en la escena de plano completo con toda la balconada de San Pedro llena de gente cada cual interpreta su auténtico papel y ese que saluda a la muchedumbre en italiano con un simple bona sera es el Vicario de Cristo.
Jorge Mario, hijo de Mario el ferroviario y Regina, ama de casa, nació en Buenos Aires, barrio de Flores, en diciembre del treintayseis; un Buenos Aires que olía a inmigrantes españoles, los gallegos de la orilla del Plata, y a italianos como lo era la familia de aquel niño que quiso ser químico en una gran ciudad con el metro más antiguo de América, donde cada ciudadano era un tanguero de brillantina en cabeza y lustre en zapatos, donde es una religión ser del Boca o del River o del humilde San Lorenzo de Almagro, su equipo; una ciudad en fin de argentinos por los cuatro costados. Como el Papa Francisco.
Dicen las crónicas biográficas que le gusta leer a su paisano Borges. Ya tiene un aliciente directo para venir a Sevilla; comprobar que es cierto lo que don Jorge Luis expresó a su musa, María Kodama, y a quienes les acompañaban aquella mañana de azahar en flor: “Sevilla tiene una luz cóncava”. Quien tenga cercanía con él tendría que decirle que venga a ver la luz cóncava que iluminó a su paisano, el poeta ciego.
Aquel niño que pronto tuvo que aprender a vivir con un solo pulmón se tropezó en su camino con unos jesuitas que le marcaron la senda del seminario de Villa Devoto y con 25 años entró en el noviciado de la Compañía de Jesús continuando sus estudios en Chile. Regresó a Argentina, estudió Filosofía y Sicología, fue profesor de Literatura y comenzó estudios de Teología en el transcurso de lo cual, en 1969, fue ordenado sacerdote. Siguió estudios en España, residencia jesuita de Alcalá de Henares, regresó a Argentina para ser maestro de novicios, profesor de Teología, provincial de los jesuitas, rector de colegio mayor y de la Facultad de Filosofía y Teología. En 1986 se trasladó a Alemania a realizar estudios de doctorado en Teología y allí conoció al ya cardenal Ratzinger. Regresó a Argentina y en 1993 Juan Pablo II lo nombró obispo auxiliar de Buenos Aires de donde sería sucesivamente arzobispo coadjutor y titular.
En época anterior (1976-1983) tuvo que coexistir con convulsas situaciones políticas en Argentina que ahora sacan a la luz, desde el enfoque de la denostación, los permanentes detractores de la Iglesia pero aquellas vicisitudes tienen otra lectura muy cierta: gracias a su aparente condescendencia con los milicos mandamases evitando choques frontales, la sangre derramada no fue aún más.
Su compatriota Pérez Esquivel, defensor a ultranza de los Derechos Humanos y Premio Nobel de la Paz en 1980, casi de la misma quinta que Bergoglio, le defiende porque sabe la mucha gente que protegió, escondió y salvó lo que habría sido imposible si se hubiese enfrentado abiertamente a los generales enloquecidos.
En 2001 es elevado a la púrpura cardenalicia. Eso hace que se conozca más su vida austera, su entrega a los más necesitados, la facilidad con la que se desprende del boato propio de su dignidad. El año pasado hizo furor una película de su paisano Ricardo Darín, “El elefante blanco”, que relata las inquietudes y problemáticas de un par de curas en un suburbio bonaerense. En una crónica sobre esa película alguien apostillo: “salvando las distancias, así, como los curas de la película, es el mismísimo arzobispo”.
Tenemos un hombre que ama a su tierra y siente pasión por sus cosas (el tango, el fútbol, los poetas argentinos), con una sólida preparación intelectual, autor de una interesante obra de pensamiento, experiencia docente y directiva, un camino pastoral en distintos estamentos y con dificultades mayúsculas, diplomático cuando las circunstancias lo aconseja y enfrentado al poder cuando ha lugar a ello.
En el Año de la Fe es como si aún estemos desarrollando el Vaticano II y a aquella Constitución conciliar, la Lumem Gentium, “luz de la gente” le hayamos puesto cara y nombre: El 266 sucesor de Pedro, el Papa Francisco.
Juan José Domínguez González